Ficha del personaje



Rafael tiene 75 años. Y está empezando a tener problemas de memoria. No es nada importante, o eso cree. Pero sí que es verdad que olvida cosas que según su familia le acaban de decir o se deja las llaves por ahí.

«Papá», le dice su hija, «si acabas de decirlo». Y cuando le dice cosas como esa, lo mira raro, como si pensara que él está bromeando. Como si le estuviera gastando una broma. Pero Rafael, a pesar de que toda la vida ha sido un bromista, ahora no bromea. Realmente no se acuerda de lo que le están diciendo.

Su hija acepta que Rafael es un poco despistado. Como aquella vez que casi le atropellan porque se quedó en medio de la calle mirando hacia arriba porque le pareció que le había caído una gota. Pero los despistes de ahora les llaman mucho la atención a los suyos.

Vive en una casa de campo con bastante terreno. Antes la casa estaba llena de gente porque sus tres hijos vivían con él y su mujer, pero ahora los hijos han hecho sus vidas y está solo la pareja. Aunque sus hijos los visitan a menudo (con los nietos) y tienen buena relación.

Su mujer se llama Amalia y llevan cincuenta años juntos. Amalia era periodista. Rafael trabajaba en un laboratorio farmaceútico como químico. Y ahora dedica sus días a la huerta donde aplica sus propios fertilizantes. Le encanta recoger las frutas y tiene la paciencia necesaria para cuidarlas con mimo.

«Hummm, me encanta cómo hueles», le dice siempre su nieta, cuando viene a casa. Su nieta le dice que Rafael huele a uvas y a menta. Y deja que le revuelva el cabello y la abraza con fuerza porque es la niña de sus ojos.

—Hola, abuelo preferido —le dice ella. 

—Soy el único que tienes —. El otro había muerto antes de que ella naciera. 

—Pero aunque no fueras el único, eres mi preferido. 

—Y tú eres una zalamera…

Rafael es paciente. Y cariñoso. Tiene sentido del humor y le ve siempre el lado positivo a todo. Intenta ser no demasiado estricto con la gente. Incluso con los turistas que pisan el acelerador más de la cuenta y con una falta de respeto absoluto por los límites de velocidad. Después de todo, la zona donde vive depende del turismo, así que por el bien de la comunidad habrá que ser tolerante.

También era muy ligón de joven: esos ojos azules conquistaban a todas las chicas, pero él siempre fue fiel a Amalia. Salvo una vez, pero su mujer no lo sabe. Lleva callándolo más de veinte años. Pensó en decírselo una vez, hubo un momento en el que le planteó dejarlo, separarse, pero ella lloró hasta quedarse seca y se durmió con la cabeza en su regazo. Y Rafael decidió olvidarse de la otra mujer.

Y puede que, si sigue callándolo, se olvide de ello de verdad.


Relato



CONDONES

Hay condones en mi bolso. ¿Por qué hay condones en mi bolso? Lo miro por fuera y sí, es mi bolso. Pero los condones no son míos. Pienso en quién puede haberlos metido ahí. La única persona que se acercó a mi bolso fue Rafael. Y él no necesita condones. O eso pensaba yo.

Con lo quisquillosa que he sido siempre en no dejar el bolso sin vigilancia, desde que me lo robaron en aquel viaje con Rafael. Qué amargo me supo París en ese momento. Aunque no podía evitar pensar que hasta los policían vestían bien, con sus uniformes almidonados y los zapatos relucientes. 

¿Cuándo dejé el bolso sin vigilancia? Solo he salido para comprar la comida de los perros. Llené el carrito con el pienso y las latas de comida húmeda mientras Rafael hacía cola para pagar. Luego, fui a llenar el depósito del coche y él metió el recibo y una barra de chocolate en el bolso. 

Este chocolate que está al lado de los condones. Miro el recibo. Gasolina. Chocolate. Condones. O sea que ha sido Rafael. Miro hacia el techo para evitar las lágrimas. No los ha comprado para mí. Hace siglos que me vino la menopausia. No puedo creer que después de tantos años haya vuelto a las andadas. 

Las lágrimas, como si fueran una bomba atómica, se convierten rápidamente en ira y, cuando entra en la cocina, lo estoy esperando con los brazos cruzados y mi boca es solo un trazo tenso en la cara. 

—La puerta del garaje chirría, le vendría bien un poco de aceite…

No contesto. Solo lo miro. Parece tan inocente como el día en el que descubrí que me había sido infiel. Casi termina con nosotros. Pero resurgimos. Se vuelve hacia mí con el ceño fruncido, extrañado por mi silencio y ve el chocolate. 

—¿Te apetece un poco? —dice— Es del que tiene pasas, tu favorito. 

—¿Y esto? 

Levanto los condones con la mano izquierda. 

—Lo sé —dice y deja caer los hombros—. No he podido evitar la tentación. Pero los haré durar lo más posible. 

—¿Cómo dices? —No puedo creer lo que oigo. 

—Sé que hace mil años que no fumo, pero es que… 

—Rafael, esto no son cigarros. Son condones. 

Su expresión de confusión no puede ser fingida. 

—¿Por qué me dio condones? —pregunta.  

—No te los dio. Los cogerías tú de la tienda. 

—Pensaba que eran cigarrillos —Se le ve desolado por la equivocación. 

Entonces me coge la mano y tira de mí hacia él. Sus ojos azules chispean como cuando éramos jóvenes. 

—Tú y yo no necesitamos condones, pero no es mala idea. 

Mientras subo con él a nuestra cama, dejo atrás las preocupaciones. Y el diagnóstico de Alzheimer del médico de cabecera